Autor: Carlos E. Gili, nacido en Arroyo Cabral,
provincia de Córdoba. Médico y escritor. Publicó entre otros, los siguientes
libros: El arcángel del silencio, Recuerdos
para después y La sombra del águila. El texto elegido pertenece a este
último, editado en Córdoba por la editorial CODEC en 1981. El cuento fue
extraído del libro Las provincias y su
literatura CÓRDOBA de Ediciones Colihue, publicado en Buenos Aires en marzo
de 1985.
Lo elegí para el trabajo sugerido de
reescritura, perteneciente al Módulo II del curso “La literatura en la era
digital: propuestas para trabajar con las netbooks”. Este que sigue, es el texto meta:
Ya en
el patíbulo, con la soga rodeándole el cuello y las manos atadas detrás de su
cintura, Martín Cortés, Caballero de Calatrava, no sólo no se arredra ante la
proximidad de la muerte, sino que incluso la ansía. Se siente orgulloso de
poder morir en defensa del honor de su tierra, de su raza, de los de su misma
sangre. Aunque por su propia sangre corran también gotas de rancia estirpe castellana
y su padre sea nada menos que el Caballero de Extremadura, el Marqués de
Guatemoz, el Conquistador de México, el mítico hidalgo don Hernán Cortés.
Pero no es la acerada figura férreamente
empenachada de su padre la que despierta en él esa indefinida sensación que le
estremece las vísceras y el alma, sino esa otra imagen no menos vigorosa e
indomable pero nimbada por el aura que envuelve desde siempre a las poseedoras
del excelso privilegio de parir: Malinche, la manceba de Cortés, su madre india.
Pensando en ella se disipan la vergüenza y el escarnio, implícitos en las
palabras contenidas en la fatal sentencia: “rebelde y traidor a su Majestad y a
España”; y sólo siente un poco de nostalgia al tomar conciencia de que con su
cuerpo morirá también un pedazo más de esa raza soberbia y valerosa que habita
una tierra de cardones y de flores restallantes, de oro y piedras refulgentes,
de tigres y quetzales, de nopales y águilas, de maguey y teocalis: Anáhuac, la
tierra de Quetzalcóatl, del dios del Viento que llega de oriente.
Un esbozo de sonrisa distiende apenas sus
labios al captar de pronto toda la inmensidad de un sino trágico y absurdo; de
ese sino que colocara un día ante los ojos fríos y duros del humano dios
blanco, esa estatua de altivo bronce esculpida por los soles fulgurantes de la
Sierra Madre y el oscuro verde de los lujuriosos bosques de Tabasco.
Malinche se había convertido por entonces
en una pálida sombra de lo que debió ser su propio destino; pero a pesar de
ello conservaba intacta en su cuerpo y en su alma la regia nobleza de su
estirpe. Lejanos parecíanle ya los días de los que, luego de morir su padre y
después de volver a casarse su madre, ésta se convirtiera de pronto en otra
mujer. Nunca llegó a comprender si lo que sucedió luego fue sólo obra de la
ambición de su madre y su padrastro, o si fue un castigo de los antiguos dioses
mayas; lo único que supo fue que, a pesar de la imagen bravía y guerrera del
poderoso cacique alentándola y sosteniéndola, nada pudo hacer ante los oscuros
designios de la pareja. Con sus ojos de noche cristalizados por el llanto y un
gesto de incredulidad de su hermano rostro de virgen morena, escuchó las
explicaciones con que su propia madre le manifestara condena a la orfandad
total: el recién nacido varón de la pareja reclamaba desde su aún desvalida
masculinidad el ancestral derecho al poder y al mando; el niño sería el único
heredero y ella debería desaparecer para siempre de esa casa que hasta entonces
fuera su cálido nido. Después para certificar su muerte, su madre hizo enterrar
a la niña de una criada. Y fue escondida viendo pasar su propio cortejo
fúnebre, la poseyeron los dioses mayas de la ira y el espanto. Y aunque la
imagen de su padre derribando enemigos con su lanza o fumando plácidamente su
pipa de caña le incrustara el ariete de la duda, maldijo con todas sus fuerzas
a su madre, a su padrastro y a todos los de su raza, e invocando, e invocando
al Dios-Serpiente de las Plumas Doradas, con toda su pasión de mujer-niña, juró vengarse de la traición y del abandono.
Después se la llevó un sórdido
traficante de esclavos, y tristes y lóbregos se fueron sucediendo los días en
Tabasco hasta aquel mágico instante en que, junto a varias de sus compañeras,
fueron llevadas ante los misteriosos dioses blancos.
Aunque el hidalgo clavó con
avidez su penetrante mirada celeste en las mórbidas desnudeces de esa india
núbil, quizá presintiendo futuras llamaradas prefirió cederle su pertenencia a
un lugarteniente. De nada sirvió la prevención: desde ese momento ya Malinche
era suya para siempre. Quizás evocando el penacho de Quetzalcóatl o su cadena
de oro, la india confundiera al hombre con el dios venido de Oriente; o quizás
simplemente le sucediera lo que a cualquier mujer en el trance de descubrir el
sentimiento por medio del cual la humanidad se perpetúa. Malinche sintió que
sus venas se hinchaban su piel se inflamaba y un rubor ancestral le subía por
la sangre coloreándole el rostro cobrizo hasta pintarle un incendio de soles
amanecidos. Y ya no importó el distinto color de pieles, sus distintas
cualidades de amo y esclavo, su condición de enemigos; sólo supo que desde
entonces pertenecería a ese hombre-dios íntegramente y para siempre.
Hernán Cortés luchó
decididamente contra ese ardiente sentimiento que le iba reptando por la sangre
hasta incrustársele como una espina de maguey en el corazón. Pero de nada
valieron la caravana de mujeres blancas y cobrizas que noche a noche
transitaban su lecho como tibios fantasmas de carne, ni las constantes y
acuciantes amenazas bélicas; poco a poco la etérea figura blancamente
entunicada de Malinche atravesando como una suave brisa las noches lunares del
campamento para aproximarse a su dueño emocional, o su mirada anhelante y
enfebrecida penetrándolo desde lejos como una antigua y dorada flecha azteca,
fueron minando los prejuicios del hidalgo. Y una noche de media luna creciente
en que el aroma de los sándalos y las orquídeas saturaba el aire germinal de
los bosques convirtiéndolo en una sementera pasional y feraz, las almas y las
carnes del hombre blanco y la india cristalizaron el tiempo refundiendo en un
instante los misteriosos y eternos designios de la vida.
Desde entonces comenzó para
Malinche -ahora cristianamente bautizada Marina- una vida difícil y
contradictoria, pero plena y total. Aunque el amor por Cortés dominaba todos
sus sentimientos, de entre éstos emergían además, como arietes vitales y
dolorosos, el orgullo por ser la elegida del dios blanco, pero también el
escarnio por ser su esclava y su manceba; el honor de compartir con su dueño
las heroicas acciones guerreras y también el temor a la muerte que las mismas
deparaban; el placer de la venganza contra su madre y su raza pero también la
vergüenza que significaba el hecho de tener conciencia de su traición. Su
ardorosa pasión supo, sin embargo, replegar toda aprensión y toda duda hacia
los recónditos laberintos subconscientes y las mesetas y los bosques la vieron
entonces trajinar ardorosamente en busca de datos que pudiesen aportar ventajas
a los blancos, tendiendo celadas a sus hermanos de sangre valiéndose del
conocimiento de su idioma, revelando a Cortés las costumbres y la organización
de las tribus, acompañando a los españoles en los combates, cuidando y curando
a los heridos. Ni una lágrima rodó por sus tersas mejillas cuando su antiguo
rey Moctezuma cayó muerto por la pedrada arrojada mientras hablaba a la
multitud en la plaza de Tenochtitlán; y lloró en cambio junto a su amor en la
“noche triste”, y rió en Otumba, y se alegró y elevó su agradecida mirada al
sol cuando su amor y señor entró triunfante en Tenochtitlán pasando por el
cadáver del último emperador azteca, Cuauhtémoc, para proclamarse finalmente
conquistador de México.
La gloria y los honores
parecieron consolidar aún más el amor de la india y el hidalgo; pero había ya
una vastedad de lontananzas en los horizontes de Hernán Cortés. Allende los
mares había también otro emperador que reinaba sobre los destinos de los
súbditos, y como Cortés no era ya el oscuro navegante que quemara sus naves en
Villa Rica de la Vera Cruz para marchar al encuentro del imperio dorado sino
todo un conquistador, su rey lo premió con el marquesado de Guatemoz y con
misiones y honores que paulatinamente lo fueron alejando de su Malinche. Al
principio luchó denodadamente para no convertirse en el artífice de su propia
traición como un día luchara para escapar al amor que ineluctablemente lo iba
invadiendo; pero era español y aventurero, y era hombre. Y finalmente prosiguió
su camino de gloria.
El alma de Malinche se
desgarró, su corazón se estrujó y su amor lloró hacia adentro ardientes
lágrimas de sangre india; pero calló. Aún adormecido y renegado, el orgullo de
su raza reflotó de pronto con toda su arcana dimensión; y en lugar de reclamar
lo suyo, de luchar por lo que le correspondía por abnegación y coraje, sufrió
en silencio el abandono. Regresó, lóbrega y altiva, a sus primitivos bosques de
Tabasco. Allí la visitaron un día su madre y su hermanastro para recriminarle
su actitud y complacerse con su infortunio; pero Malinche siguió fiel a su
nuevo rey, a su nueva religión y a su eterno amor.
Después otro español, otro
hidalgo, supo aliviar su pena, enjugando con paciencia y con ternura las no
vertidas lágrimas del olvido. Y Malinche -Marina- conoció entonces la tierra
natal del hombre de sus desvelos. Enjoyada como una auténtica dama española,
con mantilla y abanico, supo reverenciar con distinción y exquisitez a su nuevo
rey. Pero por sus ojos oscuros y profundos y por su altiva frente cobriza
siguieron rodando los fantasmas del pasado; y en sus noches insomnes el penacho
dorado de Quetzalcóatl y el acerado de Cortés se entrechocan y se confunden, y
hay tigres y quetzales cantando arrorrós, y el metálico sonido de los colgantes
de su padre se mezcla con el olor de las hierbas de su pipa, y el llanto del
pequeño Martín devuelve como un eco el aullido de su sangre, y las sandalias de
oro de Moctezuma suben, rítmicas e implacables, hacia la cumbre del teocalli.
Martín Cortés no tiembla ni se
arredra; sonríe. Sonríe pensando en ese tragicómico destino que, quizá regido
por los antiguos dioses mayas, cerrara un círculo vital devolviéndolo a su
raza, a su tierra, a sus orígenes. Y su sonrisa se dulcifica al pensar no en
Marina, ni en su traición, ni en su voluntario exilio sino en Malinche, la
mujer que todo lo olvidó y todo lo arrasó en aras de su amor. Un amor que,
ancestral, perenne y definitivo, en él fructificara.
Imagen extraída del sitio: http://www.elperromorao.com/category/pintura/page/4/ donde se puede leer un interesante artículo titulado ¿Por qué somos hijos de la chingada? que comienza así: "Existe un gran mito mexicano que es importante derribar por
completo; el de la traición misma hecha mujer, personificada en ese
mítico ser al que hoy llamamos La Malinche; traidora por excelencia
según se nos dice, pues se puso del lado de los extranjeros en vez de
estar en el bando de su propia patria".
EL TEXTO QUE TOMO COMO FUENTE ES EL SIGUIENTE, QUE PERTENECE A "HISTORIA VERDADERA DE LA CONQUISTA DE NUEVA ESPAÑA" DE BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO:
CÓMO VINIERON TODOS LOS CACIQUES Y CALACHIONIS DEL RÍO DE GRIJALVA Y
TRAJERON UN PRESENTE
Otro día de mañana, vinieron muchos caciques y
principales de aquel pueblo de Tabasco y de otros comarcanos, haciendo mucho
acato a todos nosotros, y trajeron un presente de oro. No fue nada todo este
presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente
mujer, que se dijo doña Marina, que así se llamo después de vuelta cristiana.
Cortés recibió aquel presente con alegría, y se apartó con todos los caciques y
con Aguilar, el intérprete, a hablar, y les dijo que por aquello que traían se
lo tenía en gracia; mas que una cosa les rogaba, que luego mandasen poblar
aquel pueblo con toda su gente y mujeres e hijos. Lo otro que les mandó fue que
dejasen sus ídolos y sacrificios, y respondieron que así lo harían; y les declaramos
con Aguilar, lo mejor que Cortés pudo, las cosas tocantes a nuestra santa fe, y
cómo éramos cristianos y adorábamos en un solo Dios verdadero. Se les mostró
una imagen muy devota de Nuestra Señora con su hijo precioso en los brazos, y
se les declaró que en aquella santa imagen reverenciamos, porque así está en el
cielo y es madre de Nuestro Señor Dios. Después les dijo cuál fue la causa
porque nos dieron guerra, tres veces requeriéndoles con la paz. Respondieron
que ya habían demandado perdón de ello y estaban perdonados, y que el cacique
de Champotón, su hermano, se lo aconsejó y porque no les tuviesen por cobardes,
que se lo reñían y deshonraban porque no nos dio guerra cuando la otra vez vino
otro capitán con cuatro navíos
(según parece decíanlo por Juan de Grijalva), y
también el indio que teníamos por lengua, que se huyó una noche, se lo
aconsejó, que se día y de noche nos diesen guerra. También les preguntó de qué
parte traían oro y aquella joyezuelas. Respondieron que hacía donde se pone el
sol, y decían Culúa y Méjico, y como no sabíamos qué cosa era Méjico ni Culúa
dejámoslo pasar por alto. El mismo fraile, con nuestra lengua Aguilar, predicó
a las veinte indias que nos presentaron muchas buenas cosas de nuestra santa
fe, y que no creyesen en los ídolos que de antes creían, que era malos y no
eran dioses, ni les sacrificasen, que las traían engañadas, y adorasen a
Nuestro Señor Jesucristo. Luego se bautizaron, y se puso por nombre doña Marina
a aquella india y señora que allí nos dieron, y verdaderamente era gran cacica
e hija de grandes caciques y señora de vasallos, y bien se le parecía en su
persona. Diré más adelante cómo y de qué manera fue allí traída. Las otras
mujeres no me acuerdo bien de sus nombres, y no hace el caso nombrar algunas;
mas éstas fueron las primeras cristianas que hubo en la Nueva España, y Cortés
las repartió a cada capitán la suya y a esta doña Marina, como era de buen
parecer y entremetida y desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero, y
cuando fue a Castilla estuvo la doña Marina con Cortés y hubo en ella un hijo
que se dijo don Martín Cortés. Antes que más meta la mano en lo del gran
Montezuma y su gran Méjico y mejicanos, quiero decir lo de doña Marina, cómo
desde su niñez fue gran señora y cacica de pueblos y vasallos. Es de esta
manera: que su padre y madre eran señores y caciques de un pueblo que se dice
Painla. Murió el padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro cacique
mancebo, y hubieron un hijo y según pareció, queríanlo bien al hijo que habían
habido. Acordaron entre el padre y la madre darle el cacicazgo después de sus
días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche a la niña doña
Marina a unos indios Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se
había muerto. En aquella sazón murió una hija de una india esclava suya, y
publicaron que era la heredera; por manera que los de Xicalango la dieron a los
de Tabasco, y los de Tabasco a Cortés. Como doña Marina en todas las guerras de
la Nueva España, Tlascala y Méjico fue tan excelente mujer y buena lengua, como
adelante diré, la traía siempre Cortés consigo y la doña Marina tenía mucho ser
y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva España.
Extraído de
Págs. 16 y 17
Para completar este esbozo de imagen de Malinche, sugiero ver un vídeo en el siguiente link:
Información recopilada por Silvia Corbella