jueves, 23 de septiembre de 2010

Certidumbre: pura ficción


   Amanda conducía sin mayor preocupación aquella noche. Su pensamiento se concentraba en la cita de mañana; no podía creer que Edgar estuviera otra vez en Córdoba y que hubiera aceptado cenar con ella. Se había propuesto que nada iba a interferir, que el destino esta vez no se iba a burlar de sus sentimientos, que se animaría a decirle nada y a ofrecerle todo. Definitivamente mañana cambiaría su vida para siempre.
  Había pensado en la ropa, en el restaurante, en el paseo después de la cena, en la charla frente al hotel de Edgar, en Edgar. Intentaba resistir la idea de pensar en su boca, en sus ojos, en sus manos, en su pelo que tantas veces enredó sólo para hacerlo enojar.
  ¿Seguiría brillando como entonces? ¿Recordaría la tarde en que ella lo había tomado de la mano, sorprendiéndolo con su propio temblor? Y sí, seguro que esas imágenes estaban aún en la mente de Edgar porque de no ser así, ¿por qué habría aceptado cenar con ella?
  Mientras esperaba el cambio de luz, reparó en la hora, eran las 23:57. El día había sido largo y complicado, algunas cosas quedaron pendientes en la oficina, por primera vez en quince años su escritorio conoció el desorden, sus compañeros supieron de su apuro por abandonar la oficina y el guardia vio alterada su rutina al verla cruzar en primer término el umbral del edificio que la vio salir cuando el lugar ya quedaba casi desierto.
  Aceleró. Era apenas una ligera sensación, tenue, apenas perceptible que crecía en su estómago y la invadía. Quizás por eso no percibió que su pie derecho perdía peso, que sus manos no tenían conciencia del tacto, que sus ojos recibían un impacto de luz que los obligaba a parpadear insistentemente.
  Es sabido que ciertos hilos son movidos con morbosa insistencia, con fatal persistencia, y nadie conoce el inicio pues Ariadna ocultó para siempre el secreto en la morada del atormentado Asterión.
  De repente, una mujer mira con desesperación y otra yace inerte, con lívida expresión. Dirían más tarde los curiosos que una mueca de burla se había instalado en el rostro mortal. La reacción natural, pasado el estupor, fue intentar levantarla con suavidad infinita para ubicarla en el asiento trasero del coche. La conciencia comenzaba a despejarse cuando, al acercarse, reconoce a una antigua compañera de escuela. Las imágenes comenzaron a invadir con la nociva intención de recordarle que la yacente había aniquilado el primer proyecto sentimental de Amanda. No podía creerlo, tantos años de malogrados intentos de mitigar recuerdos y ahora todos juntos acuchillaban, laceraban, aniquilaban todo intento de humanidad.
  Fue entonces cuando el interrogante emergió con una claridad devastadora: ¿había sido un accidente? Miró instintivamente la hora, eran las 00:12, era mañana. Era también el instante en que el rencor había decidido ganarle al destino, porque nada podía perturbar los planes de Amanda.
  Una mujer cuyo rostro se resume en una mueca yace mientras otra libra una lucha amoral.
  Aquella noche, un coche arrancó. La vida de una mujer cambiaría para siempre.  

Silvia C.

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