viernes, 24 de septiembre de 2010

Cuentos que no son para leer antes de dormir...

Alguna vez alguien me empujó a escribir estas cosas que salieron casi sin permiso y sin vergüenza y cuando las releo a veces las perdono, a veces las aborrezco, a veces las condeno pero jamás me resultan indiferentes.



El accidente
 
   Había quedado atrapado entre los hierros. La insospechada prisión era a la vez el refugio más seguro, pues lejos de sentirse en un medio agresivo, notaba una innegable sensación de tibieza y bienestar. Seguramente esa  percepción equivocada de la realidad sería producto del colosal impacto. Nadie podría sentirse a gusto en esa situación, y él no escapaba a esa sentencia.


   Meses atrás, un encuentro había sido planificado con esmero, casi con insistente detallismo y con la suficiente antelación. Elena sabía que esa noche las cosas cambiarían así que cada nimio gesto era cuidadosamente estudiado. Nada podía estar fuera de lugar, todo debía desencadenarse de manera ingenua, natural y seductora. La posibilidad de que esa noche se concretara su deseo ocupaba toda su mente. Posiblemente ese detalle veló la escena que debía ver.  Algunas intervenciones del destino resultan tan imperceptibles que se confunden con distracciones nítidamente humanas.  
   Hernán llegó antes de lo esperado y eso provocó en ella cierta anarquía que supo prescribir correctamente hacia su objetivo. Su mente y su cuerpo habían sido preparados con mucho esmero y tales esfuerzos reflejaron lo esperado unas semanas después: estaba embarazada.
   La alegría egoísta de esos días le hizo desentenderse de la conducta de su compañero y pecó por omisión: no percibió el ligero cambio que se gestaba no en su matriz sino en su hogar. Él se había vuelto un tanto taciturno. Voces anónimas catalogaban y decretaban sus acciones y las cosas mínimas le provocaban enojos exagerados. Ella estaba distraída y pensaba que al enterarse de la espléndida noticia, la felicidad volvería de inmediato.
   Antes de la última cena en la que sólo participarían los dos, maquilló cuidadosamente sus ojos y sus mejillas, así ningún rastro opacaba el momento por venir, y más aún, la ahelada dicha de ser padres. Esa noche, Hernán conoció el misterio que envolvía a su vivificada mujer. Esta vez no hubo enojos sino una intensa ternura y ella creyó que el paraíso habitaba en su vientre. Por unos días habían regresado al estado primitivo del amor: la pasión.
    Pero esta regresión de sentimientos provocó el descontrol de Hernán. La violencia se instaló en el edén de Elena quien ya no distinguía entre las distracciones y las advertencias de la fatalidad. La pesadilla persistía aún estando despierta y voces apocalípticas la ensordecían con palabras blasfemas, ininteligibles, tales como “sacátelo, no debe nacer, sacátelo o lo hago yo mismo”. Un piadoso sopor envolvía los días trágicos de Elena. Su maquillaje reflejaba el grotesco de la mujer feliz que debió ser y no fue. Apenas era la sombra de una  madre que en sus brazos vacíos mecía al niño aún no nacido.
   Aquella noche, el desamor se cobró una vida y hundió la injuria en su vientre. Los  sueños se esfumaron; la felicidad se desvaneció y la vida se apagaba dolorosamente. Hernán demoró en comprender la tragedia. Las voces extrañamente se habían ausentado de ese escenario y lo dejaron solo, llevándose con ellas la posibilidad de vislumbrar lo sucedido. Debía hacerse cargo de su destino o el destino se encargaría de él. Una desidia intuida  le permitió la única posibilidad de disgregarse para no ser lo que trágicamente era.  Las voces regresaron para indicar el próximo desvío, pero debía apurarse, los efugios suelen cerrarse si uno demora esa irremediable fracción de segundo y puede perderlo todo.
   La velocidad era excesiva y su pulso apenas se manifestaba aligerado. Mientras más kilómetros recorría, las voces iban en aumento provocando un estado de ebriedad intelectual, donde la exclusiva certeza era el castigo. Se sabe que nada seduce más que el deseo por el otro, o por ser el otro. La otredad otorga una carencia que sólo puede ser satisfecha en la posesión y Hernán era poseedor de la vida ajena. A través de la destrucción renacía y calmaba su sed.

  
   Claro que no escaparía, nadie logra hacerlo, tan sólo algunos conquistan el arte de prorrogar el remate de una vida. 
   El auto debió conducirse sin gobierno pues la noción de velocidad se había desleído  y el tiempo contuvo su paso. El choque fue infortunado y convirtió la inconcusa carrocería en una mazmorra infernal. Pero Hernán no lo supo: flotaba en un medio tibio, ajeno a los ruidos, gritos y luces del exterior. De pronto sintió que algo semejante a una soga  sojuzgaba su cuello. Sus pequeñas manos no lograban aflojar la presión y antes del final vio en el rostro del no nacido la tétrica contorsión de la muerte.
 
* * * * *

El diagnóstico


    Nunca le había pasado algo como eso, no al menos tal como lo que sucedió aquella tarde de noviembre, cuando el cansancio del año ya se hacía notar. Y es así porque ciertos episodios de nuestra vida no se repiten, no podemos, por ejemplo, provocar dos veces la misma impresión.  El fastidio lo persiguió durante días, pero esa tarde el dolor se presentó muy agudo, ya no pudo soslayarlo del modo en que lo venía haciendo para que nadie le preguntara acerca de su estado de salud, muy quebrada por cierto ese último año. Es  sabido que enfermarse es un lujo que pocos pueden darse; el resto debe morir.
   Las ostentaciones de Jorge eran mínimas, efímeras, apenas disfrutables y nunca determinantes. Su vida pasaba por encima de ellas, siempre. Sus planes eran inmediatos e insustanciales, pues así lo requerían sus necesidades. Pero ese malestar había quebrado ciertas seguridades, lo exponía de un modo indócil a ser quien no era, a actuar de un modo inusual. Y ella lo notó, esa tarde, cuando afablemente le preguntó: “Jorge, ¿estás bien?”  Bastaron esas tres palabras para que se desvaneciera por completo, perdió la noción del lugar y del tiempo, su cuerpo afiebrado abandonó todo contacto con el exterior y procuró buscar el débil latido entre los gritos y desencuentros que ocurrían afuera.
   “¿Estás bien?” La voz no era la misma, una porción de tiempo le había sido arrebatada, algunos recuerdos cambiaron de lugar, los sonidos eran desconocidos ¿dónde estaba?
   “Ese desmayo” decía la voz, “es un síntoma preocupante, haremos estudios para asegurarnos qué pasa, ¿sí?” No le fue fácil comprender, ni asignar un destinatario para esas palabras, ni establecer la conexión con su nueva y desconocida realidad. Se sentía perdido, hondamente solo. Procuraba no ver para no conceder. El gesto adusto con el que la voz había pronunciado la frase “para asegurarnos” lo hizo  estremecer. Asegurar una vida, una felicidad, un amor, un capital, una traición, un final ¿es verdaderamente posible?
   Procuró mantener sus ojos cerrados. Parecía la forma más digna para soportar su nuevo estado. ¿El frío cedería? ¿Los calambres abandonarían por fin la sala de tortura? Otra vez la noción del tiempo perdido, las reminiscencias inmediatas desaparecidas. ¿Cuánto más debía pasar para asegurarse el resultado? ¿Y dónde estaría ella? Qué formidable, ese recuerdo persistía, no se había esfumado. Lástima que sólo tenía su voz. Nítida y sensual. Pero nada más. Aunque en ese lugar, sólo la voz tendría espacio, un oprimido espacio. ¿Y si fuera posible estar juntos en ese sitio?  La voz y él, al menos es lo que tenía de ella por ahora, el sonido de sus palabras. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Trataba de tener referencias pero no podía aferrarse a nada, los instantes se sucedían como olas furibundas y no le permitían pensar. Los calambres acaecían con más frecuencia y no veía luz alguna. El dolor obligaba a cerrar los ojos y de a ratos profesaba que no podía moverse. Asombrado, evidenciaba que nada lo retenía, pero el movimiento no le era permitido. Los límites de su pensamiento se reducían precipitadamente.  Creyó ahogarse por un instante y contuvo la respiración hasta comprobar que su cuerpo le reclamaba que abandonase esa práctica tan brutal. 
   El frío traspasaba su carne y aturdía su mente. No tenía dominio de su razón, ni de sus sentidos, ni de sus instintos, excepto del de sobrevivir. A qué, a quién. Parecía un plan desmesurado, muy alejado de aquellos tan suyos, tan insípidos. ¿Eso sería vivir?
   Abrió cuanto pudo sus ojos pero no distinguía lo claro de lo oscuro. Sintió una irrefutable opresión. Nadie del pasado estaba ahí con él, no había una luz que indicara una salida, el silencio aturdía, la voz sensual había desaparecido y la soledad era absoluta. Entonces estiró el brazo para  oprimir un botón, para disparar una señal de auxilio. Los límites se cerraban cada vez más. Para asegurarnos, procuramos a veces reconocer el exterior así sabremos exactamente dónde inicia el principio de nuestro fin. Para asegurarnos, para asegurarnos. . .
   El duro fin de su propio lugar provocó un dolor inesperado: su mano derecha agonizaba tras un golpe seco  justo en el mismo instante en que una eufonía sorda estallaba del otro lado de su espacio. Algo parecido a una fina lluvia de pedruscos le hizo comprender el horror. Quiso, como postrero y valioso hálito, saber si acaso podría reconocer, quizá a modo de una presunción de amor, aquella voz sensual.
 
* * * * *


La garantía


    Era una de esas tardes en las que las horas corrían lentas, las esperas eran tediosas y la obsesión por mirar a cada rato el reloj se había convertido en la actividad exclusiva para Carlos. Hasta que notó por tercera vez consecutiva que las agujas no se habían movido de su lugar. ¿Qué haría entonces? No podía estar sin su reloj y la hora de salida aún no llegaba. Pero cuando llegase, ¿estaría a tiempo en su relojería de confianza para averiguar qué estaba pasando con su exquisita máquina de impecable precisión? Aún recordaba las palabras del vendedor… exquisita máquina. Pero el recuerdo se esfumó ni bien miró el cuadrante donde su vida se había detenido. No, imposible para él no observar cómo los minutos pasaban, ¿dónde ubicaría ahora cada latido de su corazón si el segundero se obstinaba en quedarse detenido? No imaginaba una vida sin su reloj, definitivamente. Observaba la pantalla de su computadora personal y fijó la vista abajo, a la derecha… 16:55, 16:56, 16:57… pero no lograba captar el paso del tiempo en esos fríos números. La desesperación fue ganándole la partida de tal manera que no pudo observar que sus compañeros ordenaban los escritorios en clara señal de retirada. Fue Juárez, el ordenanza, quien le hizo un gesto casi obsceno con los dedos para avisarle que el tiempo de trabajo había acabado por ese día. Casi automáticamente guardó sus papeles, apagó su computadora, tiró los clips abiertos, calzó su saco gris y apenas con una inclinación de cabeza saludó a Juárez.
     La costumbre de mirar su reloj le hizo comprobar por enésima vez que las agujas se habían detenido, como sus pensamientos. Tomó un taxi y le indicó al chofer la dirección de la relojería. “Ojalá llegue a tiempo” pensó, sin darse cuenta de la paradoja pronunciada: “llegue a tiempo”.
    La relojería representaba en su fachada el esplendor de la antigua zona comercial hoy devenida en calle atractiva sólo para turistas melancólicos. Los carteles artesanales, las letras sobrepintadas una y otra vez, las vidrieras atiborradas de elementos inservibles pero cargados de historias pasadas  y ¿futuras? y la atención de sus propios dueños aseguraban adentrarse en un mundo perdido, apenas abarcable a través de esos mínimos tesoros colocados uno al lado de otro, sin tener ninguna conexión aparente, muy semejante a las imágenes oníricas de una pesadilla recurrente. En ese mundo, estaba Carlos. Desolado por la pérdida del control cronológico, apenas susurró al conductor que se detuviera. Rápidamente cumplió con el ritual obligado y descendió de un modo apenas perceptible, tanto que el taxista demoró en reanudar su marcha.
    Caminó unos metros, mantenía las manos crispadas a los costados, en una actitud absente. Todo su mundo se resolvía en ese espacio ínfimo que permitía esa reducción. Un cordial saludo lo sacó de su punición y aflojó levemente sus dedos: “Buenas tardes, ¿en qué podemos ayudarlo?” Extendió su brazo izquierdo y sencillamente dijo: “se detuvo”. El vendedor, preparado para éstas y otras ocasiones, hizo las preguntas de rigor para descartar algún tipo de maltrato por parte de Carlos, quien pensaba, mientras era interrogado, que justamente él no lisiaría el contador de sus latidos.
    El vendedor fue en busca de una particular pieza para ofrecerle y en el camino hacia la vitrina cerrada con doble llave de seguridad pensaba: “¿por qué no…?” A su regreso ofreció a Carlos un tesoro que descansaba en un precioso estuche rígido. Al asombro inicial le siguió un remilgo de suspicacia y la pregunta era innecesaria, “son ciento diecinueve pesos” dijo el vendedor, con la seguridad de que eso no alteraría los planes de Carlos. A este acto acaso siguieron las explicaciones, no pudo saberse con certeza, pues ya con el reloj en su muñeca había recuperado el control de su vida, el don de observar el paso del tiempo había renacido. Agradeció la gentil atención y al salir de la relojería de fachada extemporánea observó su reloj y comprobó que todo estaba en orden, o pareció ser así. Quizás en la plenitud del momento no percibió  que el tiempo en ese lugar se le había pasado demasiado rápido.
   Ya en su departamento, a salvo, se despojó de su saco gris y se acercó a la ventana para admirar mejor las agujas de su flamante adquisición. Movió la muñeca para evitar el brillo del metal, la acercó a la cara, tenía la convicción de confundir la imagen, definitivamente debería ser así, de otro modo no se podría aceptar lo que ocurría: las agujas avanzaban más rápido que lo normal. Dirigió su mirada hacia la ventana para observar la avenida y aclarar la vista. La escena que le devolvía la realidad lo dejaba azorado: las personas se traducían en imágenes distorsionadas, los autos apenas se percibían como un haz de luz, distorsionado por cierto, las plantas y árboles se movían de un modo muy diferente al provocado por el viento, movimiento igualmente distorsionado. Sus latidos se aceleraron de manera formidable y la sucesión de pensamientos fue incesante. Con temor volvió su mirada hacia  la ventana, el enorme verde se definía en un amarillo crepuscular, ya era imposible distinguir siluetas, todo se superponía y su gobierno sobre las agujas era casi imposible. No podía apartar la mirada de la avenida, no podía dejar de admirar cómo  se consumía y consumaba en un mismo trance el principio y el fin. ¿Sería éste el dominio total? ¿Habría por fin alcanzado la tan ansiada percepción atemporal? Acercó sus manos para restregarse los ojos y entonces el instante transitoriamente se detuvo para observarlas: la piel reseca y arrugada, las manchas, las uñas amarillentas, eran claros indicios pero la dislocación de las imágenes le impedían comprender. Se dirigió entonces al baño para refrescar su nuca. El agua fluía muy clara y sonora, demasiado tal vez, pero el alivio instantáneo no le permitió escuchar el hídrico sonido. Levantó la cabeza y buscó su imagen en el espejo. La  estupefacción más que el terror dominó la escena: la cabellera otrora castaña había degenerado en un blanco casi total, las líneas del rostro eran incontables, los ojos habían perdido su brillo tras un velo impiadoso y entonces comenzó a sentir, débil al principio, pero abriéndose paso entre todos los pensamientos agolpados, la voz del vendedor cuando le decía, al dejar la joyería, “no se preocupe, Don Carlos, tiene garantía”. 
  
* * * * *

La llamada


    No había tomado conciencia de la avidez de tenerlo hasta que, como todas las cosas, la necesidad se anuncia con el presagio de una desgracia. Es ahí cuando me siento apremiada y a veces dejo que el infortunio gane mis pensamientos. Pero ahora, no había ocurrido así, fue como si los elementos confabularan indicando el rumbo de mis acciones. Qué hacerle… sólo seguí los designios de un perverso jugador al que algunas personas adoran en un templo poblado de fisgones.
    Esta vez, me tomé el tiempo para deliberar qué necesitaba objetivamente según mis necesidades, operación que, por otra parte, hacía a diario en mi trabajo, no así en mi vida la cual según mi visión, estaba bien como estaba.
   Una vez que obtuve el resultado esperado y confirmé mi propia satisfacción, murmuré la palabra que Javier trajo a mi memoria, cosa extraña, ciertamente, pues mi memoria es un estupendo sepulturero de causas perdidas… supercalifragilisticoespialidoso.  Mery Poppins, la inefable niñera, pronunciaba esa palabra para desencadenar mágicos rituales y en esa oportunidad estaba por desencadenarse una sucesión incontrolable de vivencias desplazadas, puestas todas en el mismo tablero, dejadas al caprichoso hacer del jugador.
   Con total convicción, fui a la búsqueda de esa moderna dependencia que hace creer que la comunicación nos salva, nos eleva, nos distingue por encima de todo lo creado: fui a comprar un teléfono celular.
   Puse todo mi empeño en comprender las mecánicas palabras del agente de ventas (es que estamos en la era de las comunicaciones globales) pero en mi mente yo sólo deseba salir del lugar y comenzar a anunciarme con mi nueva adquisición. Sólo fui conciente cuando pronuncié mi nombre, para la solicitud de cliente: Silvia Noriq.
    Procuré tener a todos en la agenda de contactos, cada uno con sus detalles, con todo aquello que yo debía poner a salvo del sepulturero y traté de no hacer religiosas omisiones para tener la red vincular personal completa en ese pequeño aparato de alta tecnología, hasta que quedó todo listo y organizado, para comenzar  a disfrutar de las múltiples funciones de mi flamante equipo. Era llamativo el misterioso laberinto que conformaban las múltiples funciones, pues debí andar y desandar el mismo atajo repetidas veces.
    La paranoia generalizada de caminar entre extraños hizo que guardara el teléfono y debí esperar hasta  llegar a mi casa para desentrañar los misterios de las comunicaciones modernas. Elegí con mucha fruición quién sería el destinatario de mi primera llamada  y por supuesto, vos fuiste el elegido. El primer intento imperfecto lo atribuí a mi desconocimiento, a mi pulsión innata. El segundo, ya me turbó… no podía creer que el teléfono no me permitiera realizar llamadas. Tenía en mi mano una pequeña pieza de tecnología de última generación, esperando ser descubierta y usada, y yo no podía lograr mi objetivo. Las confabulaciones ocurren cuando nadie las invoca, cuando nadie las necesita; suceden sin el gobierno de la razón, mucho más, del corazón… supercalifragilisticoespialidoso…
   Fui presa de una irritación inexplorada, tanta como lo era  mi aparato. La sensación era nueva, y es lógico, era poseedora de un objeto diferente, por lo tanto, desconocidas serían también las sensaciones que nacerían en el camino. El instinto me doblegaba, debía volver a la agencia y reclamar pero mi sinrazón me alertaba que algo no había escuchado cuando el agente me explicaba y es por eso que me encontraba en esa arena movediza y me entregué, inmóvil, al devenir de los acontecimientos.
   Pasaron tres días y mi teléfono persistía en su silencio. Mi equilibrio comenzaba a quebrarse: una lista llena de referencias y la imposibilidad absoluta de hacer uso de ella creaban el clima perfecto para que brotara un baluarte disimulado esmeradamente por el ser humano, disfrazado de perfección: la obsesión. Era imposible dejar de pensar en ese silencio impávido que lo llenaba todo, en los momentos de confusión me aferré a la historia de Teodelina Villar cuyo narrador tropieza con el zahir entonces su vida desciende hasta los mismos infiernos y  pensé que todo era como el producto del  lúcido escritor. Aún así, no lograba controlar la inconducta de revisar una y otra vez la pantalla del aparato, para comprobar que ninguna información nueva había ingresado en ella.
   En el cuarto día, algo cambió. Durante el diario y pagano ritual de revisión, encontré en la pantalla el siguiente mensaje: 1 llam perdid.  Ya había aprendido casi de memoria el manual de usuario, tengo cierta tendencia a la perfección, así que sabía cómo descubrir quién me había llamado. La información no coincidía con mis datos agendados por lo tanto nada tenía ante mí. Era equivalente al silencio o peor. Todo me otorgaba la perturbadora seguridad de la idea del conciliábulo  para apartarme de mis afectos, de mis relaciones, de mis posibles experiencias, de vos.
   Dejé caer el teléfono en la cartera y salí rumbo a mi trabajo. No tenía la noción exacta de la última vez que había reparado en el desorden de mi escritorio pero me propuse acomodarlo todo en cuanto llegara. Pocas cuadras  separan el mundo personal y abismal, del mundo laboral y ligero. Unos metros antes de atravesar el límite de los mundos, un sonido desconocido pero para nada amenazante se oyó dentro de la prisión de cuero: una llamada estaba entrando en mi celular. Conocía el ritual: debía mirar la pantalla y ver de quién provenía esa delicada necesidad de contactarse conmigo, por fin. Una vez más, la información no coincidía: Silvia Noriq llamando, aceptar?
   La pulsión determina lo que debemos ser mucho antes  de  lo que tenemos que ser y acepté la llamada. En mi oído, la voz del sepulturero encarnaba a una niña de diez años que me preguntaba… “¿qué te pasó? Hace rato que te espero en la escuela ¿hoy también  te olvidaste de  venir a buscarme?”  Y el teléfono cayó lenta y fatalmente hacia el fondo del abismo mientras una voz conocida, familiarmente infantil y casi apagada  decía: “hola” “hola” “¿estás?”…

 * * * * *

La valija


    Sabía que no debía inquietarse, el hacerlo sólo marcaría una demora innecesaria en su miserable vida y no podía permitirse algo así, no él, y no justo en ese momento, donde la agudeza y la rapidez asegurarían la supervivencia de las próximas veinticuatro horas. El frío anulaba todo sentido y toda percepción esa noche, pero debía tocar, buscar, respirar, mirar, ¿pensar? Ya la selección era automática casi, años de cartonero lo habían moldeado para saber apenas con el roce qué debía mover y qué no, pero no habían logrado, esos años, mitigar el resentimiento por su miserable vida. No alcanzaban las explicaciones, las excusas de decisiones equivocadas, las apuestas perdidas, los consejos desoídos. Nada. Nada era todo hoy, nada era su capital, nada eran sus ilusiones, nada era su amor, nada…
    La calle estaba desierta, apenas una pocas sombras apresuradas que se dirigían a sus respectivos cubiles con el tesoro nocturno para saciar hambres inimaginables. Los menos, o los más, quedaban aún en el basural.
    Conocía la rutina: merodear una y otra vez, para captar lo que otro ojo no podía ver, lo que otra necesidad no podía satisfacer, aquello que se había mantenido oculto para que él y sólo él pudiera encontrar. Miró su carro, detenido unos metros atrás, y pensó en los pasos que lo separaban de su eterno compañero, en los pasos que jamás se atrevió a dar, en los pasos que tuvo que detener, en los pasos de otros que él se negó a seguir…  “No estamos acostumbrados a trazar caminos, estamos atenidos a huellas sin atrevernos a ser pioneros” pensó y ese acto lo separó por un momento del basural, una fracción fatal, un descuido que pagaría muy caro.
    Entrecerró los ojos, la penumbra engañaba como en la mejor de las noches, el frío intenso ya no permitía distinguir los límites del cuerpo. Entonces, la vio. Un poco oculta pero no tanto. Demasiado limpia en ese lecho de desechos. Una imagen insolente, que golpeaba. Más aún, tentaba. Hacia ella caminó y dio los mismos pasos que lo separaban de su carro, pero en sentido opuesto, hacia un destino contrario. Se agachó y tocó la belleza negra y profunda del cuero. Unos segundos le llevó planear cómo sacarla de allí sin que nadie lo notara. Ahora su carro le parecía más distante que lo pensado, que se alejaba con cada paso que él daba. Hacía mucho (¿o nunca?) que  su corazón no latía de esa manera. El frío desaparecía, la sangre golpeaba, el cuerpo se hacía presente en cada músculo y los brazos la apretaban con desesperación. Por fin. A salvo. La madera áspera del carro le dio la seguridad que necesitaba, pero sólo a él. ¿Cómo la ocultaría? En la casilla, imposible, los laberintos de la villa son insondables pero accesibles para el que busca hasta encontrar. Amigos no hay, lugares privados no existen, algo o alguien en quien confiar, tampoco. ¿Qué hacer? Decidió recurrir a lo inmediato: no pensar en ella, así nadie sabría que la tenía consigo. Pero… ¿Cuánto tiempo podría sostener ese estado? Debía abrirla, si él la había descubierto, lo que contenía era para que lo tomara. Quién la arrojó al basural, sabía las consecuencias, desgraciadas por cierto, de semejante acto. Y ahora él era el responsable por ella. Sí, abriría la valija en cuanto llegara a su casilla.
   

   El tiempo es una dimensión tan humana, y por eso mismo tan inabarcable para las personas. Es objeto de culto, de rechazo, de veneración, de innumerables ensayos para detenerlo. Pero todo lo aniquila, todo lo arrasa, todo lo trasciende.
   Esa noche puso la valija sobre sus rodillas y procuró forzar las trabas de seguridad. Sabía de esas cosas, casi nada le era vedado abrir. Pero esta vez, puso especial cuidado al violar cada uno de los recodos dorados, brillantes, impecables, de la valija. El clic le indicó que había allanado todos los secretos de seguridad y sus manos se ubicaron tensas, sucias, ateridas, pero firmes sobre el oscuro cuero,. Al levantar ligeramente la parte superior un haz de luz emergió ante sus escépticos ojos. El instinto más que la razón le indicó cerrar inmediatamente el magnífico elemento. Cerró su mente también: apartó la valija de sus pensamientos por unos días, tanto que estaba al alcance de cualquiera y no le importó.
   

   Olvidamos las más de las veces que nuestro destino  nos burla a cada paso, que nos hace trampas, que nos engaña hasta hacernos creer que somos sus dueños.
   Los días pasaban notoriamente iguales, no por las rutinas adquiridas, sino por la repetición exacta de los actos cotidianos. Y este hecho, lejos de asombrarlo, le parecía el mecanismo ideal para olvidarse de ella. Mucho  se esforzó por olvidarla y acabó por no verla allí en el rincón  donde había quedado después del cobarde intento de sustraer su contenido.
    Pero una noche de mala recolección la tentación, que había permanecido agazapada esperando su oportunidad, se apoderó de su voluntad y él sucumbió. La tomó con desesperación, la poseyó con la intención de beberse el hálito de vida ajeno, la sangre  de la víctima, el deseo, sofocado por años, fue satisfecho en el miserable acto de apropiarse de lo ajeno sin dueño. Y la abrió. En el instante cabal en que su mano destrabó la cerradura una luz intensa invadió la casilla y el victimario se hizo víctima, su conciencia fue arrebatada sin piedad; su sangre, sorbida; su vida, expropiada.
   

    No somos capaces de comprender los actos de justicia, mucho menos sus causas. Tan sólo podemos abdicar a favor de las consecuencias y pedir clemencia.
    Pensé si acaso alguien lo recordaría. No, eso no sería posible, sabía muy bien lo que hacía. Tanta espera siempre producía el resultado augurado. Las rutinas así lo demostraban. La tentación todo lo corrompe y la luz todo lo aniquila  para procurarse más amplitud.
    Dejé caer mi tapa oscura y fría hasta que el clic de la cerradura indicó el fin. La vida se reiniciaba, la espera comenzaba otra vez.
                                    
                               
Silvia C.

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